[CN, XX]
“Entre las instituciones sabias y religiosas más famosas
que hayan existido, no hay ninguna que no haya cubierto
la Ciencia con el velo de los misterios. Tomemos como ejemplo el Judaísmo
y el Cristianismo. Las tradiciones judías nos enseñan cómo fue castigado el rey
Ezequías por haber mostrado sus tesoros a los embajadores de Babilonia,
y vemos a través de los antiguos ritos cristianos, por la carta de Inocencio Iº
al obispo Decentius, y por los escritos de Basilio de Cesárea, que el Cristianismo posee cosas de gran fuerza y de gran
peso que no han sido y no podrían ser jamás escritas.
Mientras estas cosas que no podrían ser
jamás escritas solo fueron conocidas por los que debían ser sus
depositarios, el Cristianismo gozó de paz, pero cuando los emperadores romanos, cansados de acosar
a los Cristianos, desearon ser iniciados en sus misterios; cuando los amos de los pueblos pusieron un pie en el
santuario y quisieron posar sobre los objetos más sagrados del culto miradas
que no estaban preparadas para ello; cuando hicieron del Cristianismo
una religión de Estado y solo la consideraron como un resorte político; cuando
sus súbditos fueron obligados a hacerse cristianos, y estos se vieron en la
obligación de admitir sin examen a todos aquellos que se presentaban; entonces nacieron las incertidumbres, las doctrinas opuestas, las
herejías. El oscurecimiento se volvió casi universal sobre todos los objetos
de la doctrina y del culto, porque las más sublimes
verdades del Cristianismo solo podían ser bien conocidas por un pequeño número
de fieles, y los que solo podían entreverlas estaban expuestos a
interpretaciones falsas y contradictorias.
Es lo que ocurrió bajo Constantino, apodado el Grande.
Por eso, apenas adoptó el Cristianismo, los
concilios generales empezaron, y este tiempo puede ser considerado como la primera
época de la decadencia de las Virtudes y de las luces entre los
Cristianos.
A ejemplo de Constantino, sus sucesores, deseosos de
extender el Cristianismo, emplearon privilegios y gracias con el fin de
proporcionarle prosélitos. Pero los que sucumbían a tales medios veían menos la
religión a la cual se les llamaba que los favores del príncipe y las
atracciones de la ambición.
Por otro lado, los mismos jefes espirituales favorecieron
los deseos y las pasiones de los príncipes para atraer nuevos apoyos; y
aliándose siempre a lo temporal, se alejaron cada vez más de su pureza
primitiva, de tal manera que, unos cristianizando
lo civil y lo político y otros civilizando el Cristianismo, salió un
monstruo de esta mezcla en el que cada uno de sus miembros no tenía relación
con los demás, y solo pudieron resultar de ello efectos discordantes.
Los sofistas de las diferentes escuelas que fueron
admitidos al Cristianismo aumentaron aún más el desorden, mezclando con esta
religión simple y sublime una multitud de preguntas vanas y abstractas, las
cuales, en vez de la unión y de las luces, solo produjeron la división y las
tinieblas. Los templos del Dios de paz fueron convertidos en escuelas
científicas, donde los diferentes partidos discutieron con todavía más
violencia que lo hicieron los filósofos bajo los pórticos de Atenas y de Roma.
Sus discusiones eran más peligrosas en tanto que perjudicaban las cosas por
culpa de las palabras, porque la mayoría no sabía
que la verdadera ciencia posee una lengua que le es particular, y que
solo puede expresarse con evidencia por sus propios caracteres y por emblemas
inefables.
En medio de esta confusión, la llave de la
ciencia no dejó de estar al alcance de los Ministros de los altares, como en un
centro de unidad que no debe abandonar jamás, pero la mayoría de ellos
ya no se servían de ella para penetrar en el Santuario; incluso impedían al
hombre de deseo acercarse, por miedo a que se diese cuenta de su ignorancia, y
prohibían buscar conocer los misterios del Reino de Dios, aunque según las
mismas tradiciones de los Cristianos, el Reino de Dios esté en el corazón
del hombre, y que en todos tiempos la sabiduría le haya instado a estudiar
su corazón.
Aquellos de entre los jefes espirituales que se
preservaron de la corrupción, gimiendo sobre los extravíos de la multitud, se
esforzaban, por la enseñanza y el ejemplo, en conservar en los hombres el celo,
las Virtudes y el amor por la verdad. Pero se elevaron en vano contra
los abusos; el monstruo, que ya había sido
engendrado, era demasiado favorable a los deseos ambiciosos de sus partidarios
como para que estos no se cuidasen de fortalecerlo. Joven todavía bajo
los primeros emperadores griegos, aunque ya anunciaba su arrogancia, solo dio
durante algunos siglos algunos golpes débiles y poco brillantes; tales fueron
las ligeras empresas de Symmaque [sic] contra el emperador Anastasio. Pero, al
llegar a la edad en la que podía desarrollar su ferocidad, los primeros
emperadores franceses le facilitaron los medios para ello. El padre de Carlo
Magno tuvo al papa a sus pies para suplicarle que le defendiera contra los Lombardos,
y el príncipe recibió por adelantado la coronación de su propia mano como
recompensa a los servicios que le iba a prestar. Este trato curioso no tardaría
en tener las consecuencias más extrañas. Aquellos que inicialmente solo unieron
una piadosa ceremonia a los derechos políticos de un soberano, enseguida
pretendieron darles estos mismos derechos para que fuesen ellos mismos los
depositarios, y pronto, finalmente, pudiesen cuando quisieran retirárselos a
aquellos de quienes estaban persuadidos que los habían recibido.
Así, el hijo de este Carlo Magno, cuyo padre tuvo al papa
a sus pies, no solo fue a los pies del papa, sino que incluso fue en medio de
una asamblea de sus propios súbditos destituido por el obispo Ebón. Segunda época, en
la cual los extravíos llegaban por parte de los jefes espirituales.
En cuanto este torrente rompió sus diques, no hubo
desorden alguno que no se viera nacer; la ambición
y el despotismo, cubriéndose entonces del velo de la religión, hicieron
derramarse más sangre en diez siglos que las hordas de los Bárbaros habían
derramado desde el nacimiento del Cristianismo, y para estremecerse de
horror, no hay más que abrir la historia de los Comneno en Constantinopla, la
de los Felipe en Francia, de los Federico en Alemania, de los Suintila en
España, de los Enrique y Eduardo en Inglaterra. Sin embargo, llegó el momento
en que los ojos tenían que empezar a abrirse.
Cuando los jefes del Cristianismo se confundiron con el
templo y el Tabernáculo, cuando tan solo debían ser sus columnas; cuando quisieron santificar su ignorancia; cuando
llegaron a tal extravagancia que lanzaron decretos que prohibían a los
soberanos anatematizados conseguir nuevas victorias, y hasta prohibir a los
ángeles, por los mismos decretos, recibir a las almas de los que habían
proscrito; cuando finalmente varios pretendientes
se elevaron hacia la tiara y se les vio anatematizarse mutuamente librándose
sangrientas batallas hasta en los templos Cristianos, los pueblos, asombrados,
se preguntaron si estas cabezas podían seguir siendo sagradas, estando
cubiertas de anatemas, y permitieron dejar reposar su entusiasmo para
sustituirlo por la reflexión.
Pero en estos desgraciados
tiempos donde se confundían lo sagrado y lo profano, donde la disputa
era la única ciencia del Cristianismo público, donde los clérigos solo fueron
juzgados dignos de las funciones del altar tras pasar por las frívolas pruebas
de una bárbara escolástica, ¿podían las reflexiones de los pueblos ser
susceptibles de justicia y de madurez?
Estos hombres groseros, al ver los desórdenes de aquellos
que profesaban los dogmas sagrados, no se contentaron solo con dudar de los
maestros; llevaron la imprudencia hasta sospechar de los mismos dogmas, y de
tanto considerarlos con este espíritu de desconfianza creyeron ver en ellos
dificultades insolubles. Tercera época, en la cual los extravíos llegaron por parte de los
miembros.
De ahí las diferentes sectas que hemos visto nacer, desde
hace tres o cuatro siglos, en el seno del Cristianismo; las cuales, a su vez,
sirviendo de pretexto a la ambición, han sido mutuamente los instrumentos y las
víctimas.
Pero desgracias de otro género se han mezclado con estos
errores, más cuando se ha visto a la vez la
creencia de las cosas verdaderas y la credulidad criminal
confundidas y proscritas por bárbaras sentencias, lo que ha envalentonado a los
malos obreros y hecho callar cada vez más a los legítimos obreros.
Entonces, aquellos jefes espirituales que conservaron el depósito
en su pureza no habrían sido escuchados si hubiesen querido dirigir el
pensamiento del hombre hacia la altura de este inefable sacerdote que le
acerca a la Divinidad, y si hubiesen querido comprometerle en la búsqueda de
las ciencias divinas replegando su acción sobre sí mismo, y despojándose
de todo lo que le es extraño a su Ser para presentarse por entero con un deseo
puro ante los rayos de la Inteligencia.
Por ello, las controversias apasionadas y sangrientas de
los últimos siglos solo han producido sistemas absurdos y opiniones más
atrevidas todavía que las que ya habían extraviado a los hombres desde el
nacimiento del cristianismo. Porque los
observadores, indignados por la diversidad y la oposición de las ideas sobre
los dogmas más esenciales, atacaron la base misma de la institución cristiana y
no tardaron en rechazarla, hallándola confundida con el monstruoso edificio que
el orgullo y la ignorancia habían elevado en su seno.
Qué se debía esperar de ellos, después de que hayan dado
semejante golpe a la única religión que haya presentado a los hombres el
sorprendente carácter de haberse extendido sin haberse doblegado jamás ante los
pueblos conquistadores; de haber vencido, no a naciones groseras y bárbaras,
como hemos visto en la religión de Mahoma, sino a naciones sabias y
civilizadas; y de haberlas vencido, no por las
armas, sino por los meros encantos de su dulce filosofía.
Algunos observadores, habiendo ignorado así la base del
Cristianismo, no podían llevar sobre otras religiones un juicio más favorable,
de tal manera que, dejando de percibir vínculos entre el hombre y su principio
invisible, le creyeron tan separado de él que ninguna institución religiosa
podía volver a acercársele. Cuarta época de degradación, en la cual el hombre, volviéndose
deísta, no se encontró más que a un paso de su ruina.
Los progresos del error no han cesado aquí; se han
presentado nuevos observadores que, para apartarse de la confusión que el
deísmo había extendido sobre las ciencias religiosas, han enseñado opiniones
aún más destructivas.
No solamente han dicho que los fundadores del
Cristianismo y de todas las religiones eran ignorantes, embusteros, enemigos
incluso de la moral que profesaban; que sus dogmas eran nulos y
contradictorios, en cuanto que se contradecían; finalmente que la base sobre la
cual estos dogmas se apoyaban era imaginaria y que, por consiguiente, el hombre
no tenía relación alguna con las Virtudes superiores; sino que han
llegado hasta dudar de su naturaleza inmaterial. Cumplieron así aquella amenaza
hecha a los Hebreos de que, si despreciaban su Ley, acabarían por caer en tal
grado de miseria y de abandono que no creerían más en su propia vida.
Finalmente, han sido conducidos así a negar la existencia
misma del Principio de todas las existencias, puesto que negar la naturaleza
inmaterial de una producción como el hombre, es negar la naturaleza inmaterial
de su Principio generador. Quinta y última época de degradación, donde el hombre, no siendo más que
tinieblas, está por debajo incluso del insecto.
Es de este funesto sistema que han
procedido todos los despropósitos filosóficos que han reinado en estos últimos
tiempos. Las primeras posteridades pecaron por la acción, queriéndose
igualar a Dios por sus propias Virtudes; las últimas pecaron por
nulidad, creyendo que no hay en el hombre ni acción, ni Virtudes”.