“El cuerpo solo tiende a
las cosas materiales, tenebrosas como él, y termina por reunirse con su centro
que es la Tierra.
Ahora bien, ¿cómo se puede imaginar
una mayor antipatía que la de dos seres que tienden cada uno a dos centros
opuestos, uno superior y otro inferior?
¿Cómo imaginar que su
unión podría ser eterna, puesto que esta unión comienza y, por la acción
particular de cada uno, tienden a separarse?
Como debe ser, al final el lazo que les
somete uno al otro se rompe y continúan alejándose hasta la perfecta
reintegración de cada uno en su fuente, a saber, los cuerpos particulares en el
cuerpo general, los cuerpos generales en el eje fuego central y el alma
espiritual del hombre en su principio divino […]
Es una sucesión continua
de cuerpos que nacen y otros que son destruidos; lo que supone para nosotros un
indicio muy sorprendente de que la materia no es eterna, pues, ya que los
cuerpos materiales particulares surgen ante nuestros ojos, es natural concluir
que el cuerpo general surge igualmente; las producciones particulares deben
operarse por las mismas leyes de la producción general, atendiendo a que todo
ser creado presenta la imagen del principio del que ha salido.
[…] El trabajo del alma debe
ser pues tender sin cesar a su principio divino por sus deseos y por sus
oraciones y desligarse de toda afección que pudiese retenerla hacia las cosas
creadas y perecederas que le son inferiores”
Las Lecciones de Lyon, nº
92, 6 de marzo de 1776.
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