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sábado, 25 de agosto de 2012

La Unidad del Hombre de Deseo. Saint-Martin


“…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo. […]
…siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta a Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor”
Ef 4:13 y 15-16

Como imágenes de la unidad universal, debemos establecer en nosotros unidades de un modo universal, si queremos hacer progresos en la educación del hombre nuevo, pues, tanto en nuestra obra general como en todas nuestras obras particulares, no conseguiremos nada permanente, no produciremos nada perfecto, no disfrutaremos de ninguna paz, de ninguna luz real, si todo lo que conseguimos, todo lo que producimos, todo lo que disfrutamos no es fruto y resultado de una unidad. Éste es, tal vez, el mejor consejo que podríamos recibir en este bajo mundo.

La principal unidad que deberíamos tratar de establecer en nosotros es la unidad de deseo, por la cual el ardor de nuestra regeneración se convierte para nosotros en una pasión tan dominante que absorbe todos nuestros apegos y nos arrastra, a nuestro pesar, de tal manera que todos nuestros pensamientos, todos nuestros actos, todos nuestros movimientos están constantemente subordinados a esta pasión dominante. De esta unidad fundamental veremos brotar una multitud de unidades más, que deben regirnos con el mismo dominio, cada una de ellas según su clase, o, por decirlo mejor, todas estas unidades distintas están tan vinculadas unas con otras que se suceden y se apoyan mutuamente, sin que jamás resulten extrañas entre sí.

Por tanto, unidad en el amor, unidad en la obra de la penitencia, unidad en la humildad, unidad en la valentía, unidad en la caridad, unidad en el desprendimiento del espíritu de la tierra, unidad en la resignación, unidad en la paciencia, unidad en la sumisión a la voluntad suprema, unidad en el cuidado de revestirnos con el espíritu de la verdad, unidad en la esperanza de recuperar los bienes que hemos perdido, unidad en la fe en que nuestra voluntad, purificada y unida a la de Dios, debe tener su realización a partir de este momento, unidad en la determinación de disipar las tinieblas de la ignorancia con las que nos envuelve nuestra permanencia, unidad en la vigilancia, unidad en la constancia para la oración, unidad en el estudio continuo de las sagradas escrituras y, finalmente, unidad en todo lo que consideremos correcto para que nos purifiquemos, para que nos resulte más soportable este bajo mundo y para que avancemos en nuestro reino, que es el reino del espíritu y el reino de Dios. Esa es la ley que debemos imponemos.

Aunque estas unidades distintas estén íntimamente vinculadas entre sí y pertenezcan a la misma raíz, no se puede decir que deban actuar todas a la vez. Sólo en Dios se encuentran todas las unidades apacibles y temperadas, en una actividad perpetua y común, porque sólo Él es la unidad verdadera y radical.

Pero debemos aferramos, con una actividad total, a aquella de nuestras unidades que se presente a nosotros en un momento dado, si queremos sacar de ella los beneficios que quiere facilitarnos. No debemos desistir hasta que sintamos que esta unidad ha marcado en nosotros su carácter esencial y ha transformado en unidad efectiva la facultad nuestra en la que ha venido a influir.

No podemos, en modo alguno, equivocarnos en este tema ni imponernos nada a nosotros mismos, porque, tanto en las obras como en la adquisición de las luces y en la práctica de las virtudes, tenemos una unidad interior a la que todas nuestras distintas unidades deben adaptarse y que, como un fluido interno, nos da el asentimiento a nuestros logros buenos o malos. Añadamos a esto, de antemano, que esta unidad interior que hay en nosotros nos da la sanción de nuestros actos buenos o malos en la marcha de nuestras diversas unidades, por la razón de que está vinculada con la unidad suprema universal. Es, por tanto, nuestra unidad interior la que se erige en árbitro de nuestras unidades parciales y hace que nos demos cuenta de si han alcanzado su plenitud. […]

Dios supremo, ¡cómo podríamos jactarnos de que, en el estado de oprobio e iniquidad en que nos consumimos, pudiésemos habitar en ti y tú te dignases habitar en nosotros! ¿Cómo podría unirse tu unidad universal a unidades tan incompletas como las que se manifiestan todos los días en el hombre? Más aún. ¿Cómo podría unirse a números cuya irregularidad es tan evidente?

No tengamos ningún miedo a decirlo: es un favor de esta sabiduría divina que suspenda así su unión con nosotros y retrase el momento de levantar el velo del templo, hasta que seamos más fuertes para soportar el brillo de su luz, ya que no sólo nos cegaría, sino que hasta podría hacer que perdiésemos la vista". [HN 21]

Trabajemos sin descanso para que la unidad de nuestra fe sea capaz de mover las montañas, para que la unidad de nuestro desprendimiento se haga insensible a las privaciones, para que la unidad de nuestra caridad nos ponga en condiciones de arder y de dar nuestra vida por nuestros hermanos, para que la unidad de nuestra valentía nos dé los medios de subyugar todo lo que es materia, lucha en la que tenemos tan buen papel, ya que la materia es indiferente y toma todas las formas que queramos darle. Finalmente, pongamos en práctica continuamente todas las unidades de nuestras virtudes y de nuestros dones espirituales y no dudemos que, cuando hayan alcanzado una medida aprobada por la sabiduría, recibirán de su mano el complemento de que sean capaces. […]

Así es esa unidad interior, a la que corresponden todas nuestras unidades particulares y de la que la unidad universal espera, con más impaciencia todavía que nosotros, poder descansar tranquilamente. Así es esta mina inagotable, en la que no hay riquezas que no podamos encontrar en ella; pero que se ha hecho extraña a su propio propietario, porque los hombres, ávidos de ciencias externas, han sacado fuera todas las facultades de su espíritu, en vez de meterlas en ese interior que les hubiese enseñado todo y les hubiese prodigado todos los tesoros”. [HN 22]

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