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domingo, 20 de octubre de 2013

El alma del hombre es un pensamiento del Dios de los seres. Saint-Martin



 
 [HN, §3]



"Cualquiera que sea la idea que haya podido sacar hasta ahora el lector sobre la naturaleza del alma del hombre, no debe quedar menos convencido de que esta alma es imperecedera, ya que ¿cómo podría perecer el pensamiento de Dios?

El materialista, incluso el ateo, si existiese, no podría invalidar este principio, ya que, aun admitiendo lo que ellos mantienen, es decir, que todo es materia, no sería menos cierto que nosotros seríamos imperecederos como esta materia que ellos quieren hacer eterna e inmortal y, en definitiva, como esta materia a la que ellos quieren hacer Dios y de la que nosotros seríamos siempre una modificación necesaria, porque lo que es eterno no puede tener cambios que sean pasajeros.

Por tanto, lo único que nos quedaría sería observar con atención si es cierto que hubiese en nosotros más de una sola substancia, es decir, si en nosotros todo es espíritu, si en nosotros todo es materia o si en nosotros hay materia y espíritu.

Además, a los que no hubiesen notado su verdadera naturaleza solo les pediría que se observasen para estar a cubierto de equivocaciones, ya que, en lo que ellos llaman hombre, en lo que ellos llaman moral, en lo que ellos llaman política, en lo que ellos llaman ciencia y, finalmente, en lo que se podría llamar caos y campo de batalla de sus diversas doctrinas, encontrarían tantas acciones dobles y opuestas, tantas fuerzas que se enfrentan y se destruyen, tantos agentes abiertamente activos y tantos también abiertamente pasivos, todo esto sin buscar fuera de su propia individualidad, que, tal vez sin poder decir todavía de qué estamos compuestos, estarían de acuerdo en que seguramente todo lo que hay en nosotros no es parecido y en que nosotros existimos nada más que en una diferencia perpetua, bien sea con nosotros mismos, con lo que nos rodea o con todo lo que podemos alcanzar y considerar.

Después de esto, ya no haría falta basarse con cierto cuidado en estas diferencias para captar su verdadero carácter y para clasificar al hombre en su verdadero rango, comparándolo con una línea recta, al lado de la cual se pueden describir y se describen diariamente infinidad de curvas, pero cuya rectitud exclusiva no puede confundirse, sin una ceguera grosera, con esas curvas que jamás sabrían parecerse a ella, o, si se quiere, comparándolo con la duración imparable que conserva silenciosamente su imperturbable existencia en medio de todas las revoluciones de los seres.

Con esto basta para demostrar que no es necesario que perdamos más tiempo con objeciones secundarias, con las que los hombres inferiores se ciegan unos a otros todos los días. Tenemos que realizar proyectos más amplios que el de ocuparnos de las oscuridades voluntarias, que solo proceden del frívolo descuido del mundo, y este proyecto consiste en ocuparnos de las oscuridades naturales propias del estado terrestre del espíritu del hombre; pero debemos ocuparnos mucho más aún de las claridades y las luces que pertenecen a su esencia indestructible, ya que hay muchos grados en las necesidades del hombre y estaríamos haciendo muy poco por él limitándonos a pensar únicamente en alguno de los males que puede solucionarse él mismo, bien sea centrando en él toda su atención o utilizando los recursos que ya se le han dado. Repitamos, por tanto, la frase que dice que el alma del hombre es un pensamiento del Dios de los seres.

De esta sublime verdad se deduce otra verdad que no es menos sublime, y es que no estamos dentro de nuestra ley ni pensamos por nosotros mismos, ya que, para cumplir el espíritu de nuestra verdadera naturaleza, no debemos pensar nada más que por medio de Dios, sin lo cual ya no podemos decir que somos un pensamiento del Dios de los seres, sino que nos declaramos como el fruto de nuestro pensamiento, nos anunciamos como si no tuviésemos más origen que nosotros mismos y como si hubiésemos sido nuestro propio principio, de tal manera que, al desfigurar nuestra naturaleza, estamos anulando a aquél de quien la tenemos: ciega impiedad, que puede darnos a conocer el camino que han seguido todas las prevaricaciones.

De esta sublime verdad de que el hombre es un pensamiento del Dios de los seres, se deduce una vasta iluminación sobre nuestra ley y nuestro destino: que la causa final de nuestra existencia no puede concentrarse en nosotros, sino que debe guardar relación con el origen que nos ha engendrado como pensamiento, que nos separa de él para operar fuera de las limitaciones de operación que le impone su unidad no subdividida. Pero ese origen debe ser, sin embargo, su meta y final, lo mismo que todos nosotros somos aquí abajo la meta y el final de los pensamientos que creamos, que no son más que otros tantos órganos e instrumentos que empleamos para cooperar en la realización de nuestros planes, de los que nuestro nosotros es siempre el objeto. Por eso es por lo que este pensamiento del Dios de los seres, ese nosotros, debe ser el camino por donde debe pasar toda la Divinidad entera, del mismo modo que nosotros nos introducimos todos los días completamente en nuestros pensamientos para hacer que alcancen la meta y el fin cuya expresión son ellos y para que lo que está vacío en nosotros quede lleno en nosotros, ya que ése es el deseo secreto y generalizado del hombre y, por consiguiente, es también el de la Divinidad, de la que el hombre es imagen.

Esta operación se realiza según las leyes de multiplicación espiritual por parte de la Divinidad que hay en el hombre, cuando él le ha abierto su vida integral y entonces la Divinidad desarrolla en nosotros todos los productos espirituales y divinos relacionados con sus planes, como nosotros vemos que, para lo que está relacionado con los nuestros, transportamos constantemente nuestras fuerzas y nuestros poderes a nuestro pensamiento, ya producido, para que puedan llegar a su perfecta realización; pero, con la diferencia de que los planes divinos, que nos vinculan con la propia unidad, son fuentes inagotables cuando quieren unirnos a ellos y, como tienen vida por sí mismos, operan en nosotros una serie de actos vivos que son como multiplicidades de luces, multiplicidades de virtudes, multiplicidades de alegrías que van cada vez a más. Es más que una lluvia de oro lo que cae sobre nosotros, es más que una lluvia de fuego: es una lluvia de espíritus, de todos los niveles y de todas las cualidades, pues es una verdad reconocida que Dios no piensa sin crear su imagen, por lo que no hay más que un espíritu que pueda ser la imagen de Dios. Yo digo que por eso es por lo que recibimos en nosotros multiplicidades de santificaciones, multiplicidades de ordenaciones, multiplicidades de consagraciones y podemos difundirlas alrededor de nosotros, de forma activa, sobre todos los objetos que están fuera de nosotros y sobre las personas que tenemos cerca.
 
Tenemos un indicio de nuestro avance en este género cuando notamos considerablemente que las cosas de este mundo no existen y podemos compararlas físicamente con las que existen. Entonces, una sola sensación de la vida nos instruye más que todos los documentos y desbarata, como por arte de magia, todo el tinglado de la falsa filosofía, ya que esta comparación, cuando tenemos la satisfacción de poder hacerla, nos enseña la diferencia que hay entre el pensamiento vivo del Dios de los seres y este montaje confuso y tenebroso de todas estas sustancias mixtas, errantes y mudas, que componen la región material a la que estamos vinculados por las leyes de nuestro cuerpo. Se trata de una operación indispensable para pasar a la categoría de catecúmeno y para poner el pie en el primer peldaño de la escala sacerdotal".

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